lunes, 9 de abril de 2012

TRAS LA SEMANA SANTA





                Ahora que ya han pasado estos días tan místicos para el cristianismo, donde se regocijan y celebran el supuesto martirio, tortura y muerte de un ser humano para así lograr la salvación y el perdón de los pecados, hecho este en si mismo que si se despoja de cultos religiosos no puede ser considerado de otra manera que no sea de abominable  y perverso para la condición humana, creo que sería interesante hablar sobre el tema y revelar algunas de las profundas mentiras que en estos relatos se cuentan y que por imposición de la tradición los cristianos se creen a pies juntillas.
                En primer lugar hay que darse cuenta de cuan difícil resulta el poder establecer unos hechos sin tener el menor indicio de que estos hechos sean reales en un contexto histórico. El gran problema del cristianismo, es que todo lo que nos cuenta sobre la figura y el mensaje de su mesías tenemos que creérselo simplemente porque ellos nos lo dicen. No existen documentos históricos que nos digan nada sobre Jesús, en las fuentes paganas (Tácito y Seutonio) simplemente se constata que existían cristianos ya en el siglo II y en los escritos judíos (el Talmud) se habla de un tal Yeshua que sólo coincide en algunos puntos con lo expuesto por los cristianos. Por lo tanto únicamente podemos guiarnos por lo que nos relatan los evangelios, pero estos textos, como confesión de fe que son, resultan interesados, unilaterales, apologéticos, mitificados y con tantos vacíos y silencios sospechosos que parecen difícilmente aceptables para cualquier historiador que pretenda ser riguroso y objetivo.
                Aún así, vamos a dar por buenos los textos evangélicos aunque no se hayan empezado a escribir sino tras pasar más de 50 años de los hechos que relatan. Y como la base fundamental del cristianismo es precisamente la pasión, muerte y sobre toda la resurrección del que ellos consideran dios hecho hombre en la figura de Jesús, vamos a relatar las incoherencias que reflejan los textos neotestamentarios sobre la resurrección de su mesías y sus posteriores “apariciones”.
                 Si fuésemos unos profanos desconocedores de las historias de la resurrección de Jesús, lo mínimo que esperaríamos encontrar es unos relatos que fuesen coherentes, que estuviesen bien documentados, que tuvieran una mínima concordancia entre ellos y algún tipo de solidad que les diese una bien merecida credibilidad. Pero resulta que una lectura de los evangelios nos dan la impresión contraria, si algo se puede resaltar de ellos es precisamente su incoherencia y contradicciones,  Basta con comparar los relatos de todos ellos para darse cuenta de la fragilidad de su estructura interna y, por tanto, de su escasa credibilidad.



      Después de que Jesús expirase en la cruz, según refiere Mateo, «llegada la tarde, vino un hombre rico de Arimatea, de nombre José, discípulo de Jesús. Se presentó a Pilato y le pidió el cuerpo de Jesús. Pilato entonces ordenó que le fuese entregado [puesto que estaba en poder del juez]. Él, tomando el cuerpo, lo envolvió en una sábana limpia y lo depositó en su propio sepulcro, del todo nuevo, que había sido excavado en la peña, y corriendo una piedra grande a la puerta del sepulcro, se fue. Estaban allí María Magdalena y la otra María, sentadas frente al sepulcro» (Mt 27,57-61).
    En la versión de Marcos, José de Arimatea es ahora un «ilustre consejero (del Sanedrín), el cual también esperaba el reino de Dios» (Mc 15,43) y Pilato no reclama el cuerpo de Jesús al juez sino al centurión que controló la ejecución: «Informado del centurión, dio el cadáver a José, el cual compró una sábana, lo bajó, lo envolvió en la sábana y lo depositó en un monumento que estaba cavado en la peña, y volvió la piedra sobre la entrada del monumento. María Magdalena y María la de José miraban dónde se le ponía» (Mc 15,45-47).
    El relato que proporciona Lucas, en Lc 23,50-56, es sustancialmente coincidente con este de Marcos, pero en Juan la historia ocurre en un contexto llamativamente diferente: «Después de esto rogó a Pilato José de Arimatea, que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por temor de los judíos, que le permitiese tomar el cuerpo de Jesús, y Pilato se lo permitió. Vino, pues, y tomó su cuerpo. Llegó Nicodemo, el mismo que había venido a Él de noche al principio, y trajo una mezcla de mirra y áloe, como unas cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo fajaron con bandas y aromas, según es costumbre sepultar entre los judíos. Había cerca del sitio donde fue crucificado un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo, en el cual nadie aún había sido depositado. Allí, a causa de la Parasceve de los judíos, por estar cerca el monumento, pusieron a Jesús» (Jn 19,38-42).
      Ahora José de Arimatea es «discípulo de Jesús» y no parece ser miembro del Sanedrín judío; esa víspera del sábado surge de la nada Nicodemo, que le ayuda a transportar el cadáver de Jesús y lo amortajan (en los otros Evangelios, como veremos enseguida, eran varías mujeres las que iban a amortajarle y eso sucedía en la madrugada del domingo); y se le entierra en un sepulcro que ya no es señalado como propiedad de José de Arimatea y al que se recurre «por estar cerca». Retomando el texto de Mateo seguimos leyendo: «Al otro día, que era el siguiente a la Parasceve, reunidos los príncipes de los sacerdotes y los fariseos ante Pilato, le dijeron: Señor, recordamos que ese impostor, vivo aún, dijo: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, guardar el sepulcro hasta el día tercero, no sea que vengan sus discípulos, le roben y  digan al pueblo: Ha resucitado de entre los muertos. (...) Ellos fueron y pusieron guardia al sepulcro después de haber sellado la piedra» (Mt 27,62-66). Estos versículos afirman al menos dos cosas: que era conocida por todos la advertencia de Jesús acerca de su resurrección al tercer día y que el sepulcro estaba guardado por soldados romanos. Y por cierto, de una sola tacada, toma por estúpidos al Sanedrín judío, a los soldados romanos y al lector de sus versículos ya que, si los sacerdotes judíos pensaron que Jesús había resucitado de verdad, no tenía ningún sentido pagar para ocultar algo tan grande que acabaría por saberse de alguna forma (nadie resucita para mantenerlo oculto) y, por otra parte, si los guardias romanos hubiesen confesado haberse dejado robar el cuerpo de Jesús mientras dormían, se les habría ejecutado inmediatamente, con lo que el dinero recibido les iba a servir de bien poco.                     
     El relato de Mateo prosigue: «Pasado el sábado, ya para amanecer el día primero de la semana, vino María Magdalena con la otra María [María de Betania] a ver el sepulcro. Y sobrevino un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo y acercándose removió la piedra del sepulcro y se sentó sobre ella. Era su aspecto como el relámpago, y su vestidura blanca como la nieve. De miedo de él temblaron los guardias y se quedaron como muertos. El ángel, dirigiéndose a las mujeres, dijo: No temáis vosotras, pues sé que buscáis a Jesús el crucificado. No está aquí; ha resucitado, según lo había dicho...» (Mt 28,1-6).
     La versión de Marco difiere sustancialmente de esta de Mateo ya que relata el suceso de esta otra forma: «Pasado el sábado, María Magdalena, María la de Santiago y Salomé compraron aromas para ir a ungirle muy de madrugada, el primer día después del sábado, en cuanto salió el sol, vinieron al monumento. Se decían entre sí ¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del monumento? Y mirando, vieron que la piedra estaba removida; era muy grande. Entrando en el monumento, vieron a un joven sentado a la derecha, vestido de una túnica blanca, y quedaron sobrecogidas de espanto...» (Mc 16,1-5) y, como en Mateo, el antes ángel ahora joven ordenó a las mujeres que dijeran a los discípulos que debían encaminarse hacia Galilea para poder ver allí a Jesús.
    En Lucas se dice: «Y encontraron removida del monumento la piedra, y entrando, no hallaron el cuerpo del Señor Jesús. Estando ellas perplejas sobre esto, se les presentaron dos hombres vestidos de vestiduras deslumbrantes. Mientras ellas se quedaron aterrorizadas y bajaron la cabeza hacia el suelo, les dijeron: ¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí; ha resucitado, (...) y volviendo del monumento, comunicaron todo esto a los once y a todos los demás. Eran María la Magdalena, Juana y María de Santiago y las demás que estaban con ellas. Dijeron esto a los apóstoles pero a ellos les parecieron desatinos tales relatos y no las creyeron. Pero Pedro se levantó y corrió al monumento, e inclinándose vio sólo los lienzos, y se volvió a casa admirado de lo ocurrido» (Lc 24,1-12).
    Nótese que el antes ángel y después joven es ahora «dos hombres» —y que ya no mandan ir hacia Galilea dado que, según se dice algo más abajo, en Lc 24,13-15, Jesús resucitado acudió al encuentro de los discípulos en Emaús—; las tres mujeres se han convertido en una pequeña multitud; y Pedro visita el sepulcro personalmente.
    Según Juan, «El día primero de la semana, María Magdalena vino muy de madrugada, cuando aún era de noche, al monumento, y vio quitada la piedra del monumento. Corrió y vino a Simón Pedro y al otro discípulo a quien Jesús amaba, y les dijo: Han tomado al Señor del monumento y no sabemos donde le han puesto. Salió, pues, Pedro y el otro discípulo y fueron al monumento. Ambos corrían; pero el otro discípulo corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al monumento, e inclinándose, vio las bandas; pero no entró. Llegó Simón Pedro después de él, y entró en el monumento y vio las fajas allí colocadas, y el sudario. (...) Entonces entró también el otro discípulo que vino primero al monumento, y vio y creyó; porque aún no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que El resucitase de entre los muertos. Los discípulos se fueron de nuevo a casa. María se quedó junto al monumento, fuera, llorando. Mientras lloraba se inclinó hacia el monumento, y vio a dos ángeles vestidos de blanco, sentados uno a la cabecera y otro a los pies de donde había estado el cuerpo de Jesús. Le dijeron: ¿Por qué lloras, mujer? Ella les dijo: Porque han tomado a mi Señor y no sé dónde le han puesto. Diciendo esto, se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús...» (Jn 20,1-18).
    Ahora son dos y no uno o ninguno los discípulos que acuden al sepulcro, pero una sola la mujer (que ya no va a ungir el cuerpo de Jesús); en su alucinante metamorfosis, el ángel/joven/dos hombres se ha convertido en «dos ángeles» que aparecen situados en una nueva posición, que pronuncian palabras diferentes a sus antecesores en el papel y que, como en Lucas, tampoco ordenan ir a ninguna parte dado que Jesús no espera a Galilea o Emaús para aparecerse y lo hace allí mismo, junto a su propia tumba.            


                                     
    Si resumimos la escena tal como la atestiguan los cuatro evangelistas inspirados por el Espíritu Santo obtendremos el siguiente cuadro: en Mateo las mujeres van a ver el sepulcro; se produce un terremoto; baja un ángel del cielo; remueve la piedra de la entrada de la tumba y se sienta en ella; y deja a los guardias «como muertos».                                               
    En Marcos las mujeres (que ya no son sólo las dos Marías puesto que se suma Salomé) van a ungir el cuerpo de Jesús; no hay terremoto; la piedra de la entrada ya está quitada; un joven está dentro del monumento sentado a la derecha; y los guardias se han esfumado.                                        
    En Lucas, las mujeres, que siguen llevando ungüentos, son las dos Marías, Juana, que sustituye a Salomé, y «las demás que estaban con ellas»; tampoco hay terremoto ni guardias; se les presentan dos hombres, aparentemente procedentes del exterior del sepulcro; se les anuncia que Jesús se les aparecerá en Emaús y no en Galilea, tal como se dice en los dos textos anteriores; y Pedro da fe del hecho prodigioso.
    En Juan sólo hay una mujer, María Magdalena, que no va a ungir el cadáver; no ve a nadie en el sepulcro y corre a avisar no a uno sino a dos apóstoles, que certifican el suceso; después de esto, mientras María llora fuera del sepulcro, se aparecen dos ángeles, sentados en la cabecera y los pies de donde estuvo el cuerpo del crucificado; y Jesús se le aparece a la mujer en ese mismo momento. En lo único en que coinciden todos es en la desaparición del cuerpo de Jesús y en la vestimenta blanco/luminosa que llevaba el transformista ángel/ joven/dos hombres/dos ángeles.
    No hace falta ser ateo o malicioso para llegar a la evidente conclusión de que estos pasajes no pueden tener la más mínima credibilidad. No hay explicación alguna para la existencia de tantas y tan graves contradicciones en textos supuestamente escritos por testigos directos y redactados dentro de un periodo de tiempo de unos treinta a cuarenta años entre el primero (Marcos) y el último (Juan), e inspirados por Dios... salvo que la historia sea una pura elaboración mítica, para completar el diseño de la personalidad divina de Jesús asimilándola a las hazañas legendarias de los dioses solares jóvenes y expiatorios que le habían precedido, entre los que estaba Mitra, su competidor directo en esos días, que no sólo había tenido una natividad igual a la que se adjudicará a Jesús sino que también había resucitado al tercer día.
    Si leemos entre líneas los versículos citados, podremos darnos cuenta de algunas pistas interesantes para comprender mejor el ánimo de sus redactores. Marcos, el primer texto evangélico escrito, obra del traductor del apóstol Pedro, esbozó el relato mítico con prudencia y evitó las alharacas sobrenaturales innecesarias. Mateo, por el contrario, a pesar de que se inspiró en Marcos para escribir su obra, siguió siendo fiel a su estilo y se regocijó en adaptar leyendas paganas orientales al mito de Jesús, por eso, ya fuese por obra del verdadero Mateo o del redactor que puso a punto la versión actual de su Evangelio en Egipto, en su texto aparecen, pero no en los demás, los típicos terremotos y seres celestiales bajados del cielo propios de las leyendas paganas que vimos en apartados anteriores. El médico Lucas, ayudante de Pablo, que se inspiró en Marcos y Mateo puesto que jamás trató con nadie relacionado con Jesús, adoptó la misma mesura que Marcos y, dado que escribió en Roma, eliminó del relato las referencias celestiales exóticas y aquellas que pudiesen herir susceptibilidades entre los romanos. Como su objetivo fue demostrar la veracidad del cristianismo (y también de este hecho, claro está) recurrió a sus típicas exageraciones y manipulaciones en pos de asegurarse la credibilidad. Por eso convirtió en hombre maduro a quien había sido un joven o un ángel y dobló su presencia para mejor testimonio.
      Otro tanto sucedió con las mujeres, a las que ni él ni Pablo concedían demasiada credibilidad, que presentó como a un grupo numeroso para así poder compensar en alguna medida su credulidad genética gracias a la cantidad de testimonios coincidentes; pero, aún así, Lucas creyó necesario incluir el testimonio de un varón para que el relato pareciese razonable y ahí hizo su aparición Pedro. El apóstol Pedro no sólo gozaba de credibilidad entre la comunidad judeocristiana sino que era el oponente más duro de Pablo, así que al incluirlo en el relato se lograban dos cosas a la vez: dar veracidad al hecho por su testimonio de varón y materializar una sutil venganza en su contra mermándole su masculinidad y prestigio al presentarlo solo en medio de un grupo de mujeres.
     En Juan, el más místico de los cuatro, los hombres volvieron a ser transformados en ángeles (dos, por supuesto), la mujer fue una sola y con un papel totalmente pasivo y, en sintonía con la conocida pasión que evidencia el redactor de este Evangelio por el Jesús divino, no pudo aguardar para hacerle aparecer en Galilea y le hizo materializarse en su propia sepultura para mayor gloria. Pero vemos también que en este relato aparecen dos discípulos, Pedro y «el otro discípulo a quien Jesús amaba»; al margen de comprobar otra vez como a cada nuevo evangelio se va doblando la cantidad de testigos, la elección de estos dos hombres no es casual. Pedro debía aparecer puesto que antes lo había situado Lucas en la escena, pero el otro tenía que figurar también dado que se trataba de la fuente de quien supuestamente partía ese relato.
     El autor del Evangelio de Juan no fue el apóstol Juan, sino el griego Juan «el Anciano»  que se basó en las memorias del judío Juan el Sacerdote, el «discípulo querido». En los versículos de Juan se presenta a Juan el Sacerdote corriendo hacia el sepulcro junto a Pedro, pero ganándole la carrera, que por algo éste es su texto particular, con lo que quedaba sutilmente valorado por encima de Pedro. Juan fue el primero en ver la tela del sudario pero, sin embargo, fue Pedro quien entró por delante en la sepultura; la razón para ello es bien simple: dado su oficio sacerdotal, Juan, para no adquirir impureza, no podía penetrar en el sepulcro hasta saber con certeza que allí ya no había ningún cadáver; cuando Pedro se lo confirmó, él también entró «vio y creyó». Al igual que ocurre en toda la Biblia, las motivaciones humanas de los escritores dichos sagrados son tan poderosas y visibles que oscurecen cuantos rincones se pretenden llenos de luz divina.                                                                   
     Repasando lo que se dice en el Nuevo Testamento acerca de la actitud de los discípulos frente a la resurrección de Jesús volvemos quedar sorprendidos ante la incredulidad que demuestran éstos al recibir la noticia. En Mt 27,63-64, tal como ya pudimos leer, se dice que era tan notorio y conocido por todos que Jesús había prometido resucitar al tercer día que el Sanedrín forzó a Pilato a poner guardias ante el sepulcro y a sellar su entrada. Y en Lucas se refresca la memoria de las mujeres desconsoladas ante la sepultura vacía diciéndoles: «Acordaos cómo os habló [Jesús] estando aún en Galilea, diciendo que el Hijo del hombre había de ser entregado en poder de pecadores, y ser crucificado, y resucitar al tercer día» (Lc 24,7).
    Todos estaban, pues, advertidos, pero a los apóstoles, según sigue diciendo Lc24,l 1, «les parecieron desatinos tales relatos [el sepulcro vacío que habían encontrado las mujeres] y no los creyeron». Las mujeres de Mc 16,8 «a nadie dijeron nada» aunque a renglón seguido María Magdalena se lo contaría a los apóstoles que «oyendo que vivía y que había sido visto por ella, no lo creyeron» y, a más abundamiento, «Después de esto se mostró en otra forma a dos de ellos [apóstoles] que iban de camino y se dirigían al campo. Éstos, vueltos, dieron la noticia a los demás; ni aun a éstos creyeron» (Mc 16,12-13). En Juan, Pedro y Juan el Sacerdote «aún no se habían dado cuenta de la Escritura, según la cual era preciso que Él resucitase de entre los muertos» (Jn 20,9).
    A Pedro, en especial, se le presenta en los Evangelios rechazando con vehemencia la posibilidad de la pasión y recibiendo por ello un durísimo reproche de parte de Jesús, pero ¿cómo podía seguir mostrándose incrédulo ante la noticia de la resurrección de su maestro alguien que había visto fielmente cumplidos los vaticinios de Jesús acerca de su detención y muerte así como el que advertía que él mismo le negaría tres veces? Resulta ilógico pensar que apóstoles, que habían sido testigos directos de los milagros que se atribuyen a Jesús, entre ellos el de la resurrección de la hija de Jairo, jefe de la sinagoga judía gerasena, y la de Lázaro, no pudiesen creer que su maestro fuese capaz de escapar de la muerte tal corno tan repetidamente había anunciado si hemos de creer en los versículos siguientes:                                    
    En Mc 8,31 Jesús, reunido con sus apóstoles, «Comenzó a enseñarles cómo era preciso que el Hijo del hombre padeciese mucho, y que fuese rechazado por los ancianos y los príncipes de los sacerdotes y los escribas, y que fuese muerto y resucitara después de tres días. Claramente se hablaba de esto». Mientras todos estaban atravesando el lago de Galilea, según Mc 9,30-32, Jesús «iba enseñando a sus discípulos y les decía: El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres y le darán muerte, y muerto, resucitará al cabo de tres días. Y ellos no entendían esas cosas, pero temían preguntarle». La tercera predicción de Jesús acerca de su inminente pasión figura en Mc 10,33-34 cuando se dice: «Subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los príncipes de los sacerdotes y a los escribas, que le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de Él y le escupirán, y le azotarán y le darán muerte, pero a los tres días resucitará.» Y en Mc 14,28-29, mientras se dirigían hacia el monte de los Olivos, encontramos a Jesús afirmando: «Pero después de haber resucitado os precederé a Galilea».
    La inexplicable incredulidad de los apóstoles ante la noticia de la resurrección de Jesús resulta aún mucho más alarmante cuando leemos el testimonio de Mateo acerca del suceso que siguió a la muerte del mesías judío: «Jesús, dando de nuevo un fuerte grito, expiró. La cortina del templo se rasgó de arriba abajo en dos partes, la tierra tembló y se hendieron las rocas; se abrieron los monumentos, y muchos cuerpos de santos que dormían, resucitaron, y saliendo de los sepulcros, después de la resurrección de Él, vinieron a la ciudad santa y se aparecieron a muchos. El centurión y los que con él guardaban a Jesús, viendo el terremoto y cuanto había sucedido, temieron sobremanera y se decían: Verdaderamente, éste era el hijo de Dios...» (Mt 27,50-54).
    Ante este testimonio inspirado de Mateo sólo caben dos conclusiones: o el relato es una absoluta mentira, con lo que también se convierte en una invención el resto de la historia de la resurrección, o la humanidad de esa época presentaba el nivel de cretinez más elevado que jamás pueda concebirse. Una convulsión como la descrita no sólo hubiese sido la «noticia del siglo» a lo largo y ancho del Imperio romano sino que, obviamente, tendría que haber llevado a todo el mundo, judíos y romanos incluidos, con el sumo sacerdote y el emperador al frente, a peregrinar ante la cruz del suplicio para aceptar al ejecutado como el único y verdadero «hijo de Dios», tal como supuestamente apreciaron, con buen tino, el centurión y sus soldados; pero en lugar de eso, nadie se dio por aludido en una sociedad hambrienta de dioses y prodigios, ni cundió el pánico entre la población —máxime en una época en la que buena parte de los judíos esperaban el inminente fin de los tiempos, cosa que también había creído y predicado el propia Jesús—, ni tan siquiera logró que los apóstoles sospechasen que allí estaba a punto de suceder algo maravilloso y por eso les pilló como fuera de juego la nueva de la resurrección. Es el colmo de los colmos del absurdo.                                                                   
    Además, ¿cómo no iban a llamar la atención y despertar la alarma los muchos santos que, según Mateo, salieron de sus tumbas y se pasearon por Jerusalén entre sus moradores? Unos santos de los que, por cierto, no se dice quiénes eran (ni la razón de su santidad), ni quiénes los reconocieron como tales, ni a quiénes se aparecieron y que, tal como expresa el texto, resucitaron antes que el propio Jesús, con lo que se invalida absolutamente la doctrina de que la resurrección de los muertos llegó sólo a consecuencia (y después) de la protagonizada por Jesús. Los santos resucitados de Mateo acabaron por convertirse en un buen problema para la Iglesia.



    Si, hartos de tanta contradicción, intentamos descubrir algún indicio sobre el fundamento de la resurrección, nos meteremos de nuevo en medio de otro mar de dudas distinto y no menos insalvable. Es creencia común entre los cristianos actuales que Jesús posee el poder de resucitar a los muertos en el día del Juicio Final pero, sorprendentemente, ni Mateo, ni Marcos, ni Lucas dijeron palabra alguna a este respecto ¿no se habían enterado de tan buena nueva?, sólo el místico y esotérico Juan, en la primera década del siglo II d.C., vino a llenar este incomprensible vacío con versículos como los siguientes: «Porque ésta es la voluntad de mi Padre, que todo el que ve al Hijo y cree en El tenga la vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día» (Jn 6,40); «Nadie puede venir a mí si el Padre, que me ha enviado, no le trae, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,44); o «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré el último día» (Jn 6,54). Lucas, cuando escribió los Hechos de los Apóstoles, tampoco mostró que su jefe Pablo estuviese convencido del papel a jugar por Jesús respecto a la resurrección final, ya que cuando el apóstol de los gentiles se halló delante del procurador romano le dijo: «Te confieso que sirvo al Dios de mis padres con plena fe en todas las cosas escritas en la Ley y en los Profetas, según el camino que ellos llaman secta, y con la esperanza en Dios que ellos mismos tienen de la resurrección de los justos y de los malos...» (Act 24,14-15). Pablo, como judío, reservaba a Dios la capacidad de resurrección, no al Jesús divinizado o a cualquier otro.
    Pero, por mucha fe que se le ponga, resulta de nuevo imposible obviar las disparidades que aparecen en el Nuevo Testamento cuando se relata el hecho memorable —según cabe suponer— de la aparición de Jesús ya resucitado a los apóstoles.
    En Mateo, después que las dos Marías encontraran el sepulcro vacío y se dirigieran corriendo a comunicarlo a los discípulos, «Jesús les salió al encuentro, diciéndoles: Salve. Ellas, acercándose, asieron sus pies y se postraron ante El. Díjoles entonces Jesús: No temáis; id y decid a mis hermanos que vayan a Galilea y que allí me verán» (Mt 28,9); y el relato concluye diciendo que «Los once discípulos se fueron [desde Jerusalén] a Galilea, al monte que Jesús les había indicado, y, viéndole, se postraron, aunque algunos vacilaron, y acercándose Jesús, les dijo: Me ha sido dado todo el poder en el cielo y en la tierra...» (Mt 28,16-18).                                          
    En Marcos, «Resucitado Jesús la mañana del primer día de la semana, se apareció primero a María Magdalena. (...) Ella fue quien lo anunció a los que habían vivido con Él...» (Mc 16,9-10); «Después de esto se mostró en otra forma a dos de ellos que iban de camino y se dirigían al campo» (Mc 16,12); ya en Galilea (se supone) «Al fin se manifestó a los once, estando recostados a la mesa, y les reprendió su incredulidad...» (Mc 16,14); y, finalmente, «El Señor Jesús, después de haber hablado con ellos, fue levantado a los cielos y está sentado a la diestra de Dios» (Mc 16,19).                                 
    En Lucas, «El mismo día [domingo, tras el descubrimiento de la sepultura vacía], dos de ellos iban a una aldea (...) llamada Emaús, y hablaban entre sí de todos estos acontecimientos. Mientras iban hablando y razonando, el mismo Jesús se les acercó e iba con ellos, pero sus ojos no podían reconocerle. (...) Puesto con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio. Se les abrieron los ojos y le reconocieron, y desapareció de su presencia» (Lc 24,13-31), después de esto «En el mismo instante se levantaron, y volvieron a Jerusalén y encontraron reunidos a los once y a sus compañeros, que les dijeron: El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón. Y ellos contaron lo que les había pasado en el camino y cómo le reconocieron en la fracción del pan. Mientras esto hablaban, se presentó en medio de ellos y les dijo: La paz sea con vosotros. (...) Le dieron un trozo de pez asado, y tomándolo, comió delante de ellos» (Lc 24,33-43); finalmente, «Los llevó cerca de Betania, y levantando sus manos, les bendijo, y mientras los bendecía se alejaba de ellos y era llevado al cielo» (Lc 24,50-51).
    En Juan, mientras María Magdalena permanecía fuera del sepulcro llorando «se volvió para atrás y vio a Jesús que estaba allí, pero no conoció que fuese Jesús. (...) María Magdalena fue a anunciar a los discípulos: "He visto al Señor" y las cosas que había dicho» (Jn 20,14-18). «La tarde del primer día de la semana, estando cerradas las puertas del lugar donde se hallaban los discípulos por temor de los judíos, vino Jesús y, puesto en medio de ellos...» (Jn 20,19). «Pasados ocho días, otra vez estaban dentro los discípulos (...) Vino Jesús, cerradas las puertas, y, puesto en medio de ellos...» (Jn 20,26). «Después de esto se apareció Jesús a los discípulos junto al mar de Tiberíades, y se apareció así: Estaban juntos Simón Pedro y Tomás, llamado Dídimo; Natanael, el de Caná de Galilea, y los de Zebedeo, y otros dos discípulos. Díjoles Simón Pedro: Voy a pescar. (...) Salieron y entraron en la barca, y en aquella noche no pescaron nada. Llegada la mañana, se hallaba Jesús en la playa; pero los discípulos no se dieron cuenta de que era Jesús. (...) Él les dijo: Echad la red a la derecha de la barca y hallaréis. La echaron, pues, y ya no podían arrastrar la red por la muchedumbre de los peces (...) Jesús les dijo: Venid y comed...» (Jn 21,1-12).
    Según los Hechos de los Apóstoles de Lucas, Jesús apareció ante sus apóstoles durante nada menos que cuarenta días: «Después de su pasión, se presentó vivo, con muchas pruebas evidentes, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles del reino de Dios» (Act 1,3) y, al fin «fue arrebatado a vista de ellos, y una nube le sustrajo a sus ojos» (Act 1,9).
    Pero Pablo, por su parte, complicó aún más la rueda de apariciones cuando testificó que «lo que yo mismo he recibido, que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado, que resucitó al tercer día, según las Escrituras, y que se apareció a Cefas, luego a los doce. Después se apareció una vez a más de quinientos hermanos, de los cuales muchos permanecen todavía, y algunos durmieron; luego se apareció a Santiago, luego a todos los apóstoles; y después de todos, como a un aborto, se me apareció también a mí» (I Cor 15,3-8).
    Tomando en cuenta los denodados esfuerzos —con milagros incluidos— que había hecho Jesús, durante su vida pública, para intentar convencer de su mensaje a las masas, ¿no resulta increíble que se apareciera solamente ante sus íntimos y no ante todo el pueblo o el procurador Pilato que le ajustició, despreciando así su mejor oportunidad para convertir a todo el Imperio romano de una sola vez? Por otra parte, si repasamos lo dicho en todos estos testimonios inspirados que acabamos de exponer, tal como lo resumimos en el cuadro que insertaremos seguidamente, deberemos convenir que no es creíble en absoluto que un suceso tan fundamental como éste se cuente de tantas formas diferentes y que cada autor sagrado haga aparecer a Jesús las veces que le venga en gana y en los lugares y ante los testigos que se le antojen.              
    Los machistas Lucas y Pablo excluyen a María Magdalena de entre los privilegiados testigos de las apariciones de Jesús mientras que para los otros es la primera en verle. Las apariciones en el camino cerca de Jerusalén sólo figuran en Marco y en Lucas (que toma el dato de éste) y aportan contextos muy diferentes.                                                             
    La presencia de Jesús ante sus apóstoles cuando aún estaban en Jerusalén es relatada por Lucas, Juan y Pablo, que no conocieron a Jesús ni fueron discípulos suyos, pero inexplicablemente la omiten quienes se supone que estaban allí, eso es el apóstol Mateo y Pedro (cuyas memorias originan el texto de Marcos).                                                                
    Las apariciones de Jesús en Galilea solo figuran en Mateo, Marcos y Juan, pero fueron situadas, respectivamente, en escenas y comportamientos absolutamente diversos que acontecieron en lo alto de una montaña, alrededor de una mesa y pescando en el lago Tiberíades (¡¿ ?!).
    Lucas afirmó que hubo apariciones durante cuarenta días o un día, según qué texto suyo se lea, y su maestro Pablo perdió toda mesura y compostura en su texto de I Cor 15,3-8, donde se cita a Jesús presentándose tanto a discípulos solos como a grupos de «quinientos hermanos». Por último, sólo en Marcos y en Lucas —que no fueron escritos por apóstoles— se dice que Jesús fue «levantado a los cielos», aunque, lógicamente, también se presentó el hecho en circunstancias sustancialmente distintas.
    Dado que el más elemental sentido común impide creer que un evangelista hubiese dejado de enumerar ni una sola de las apariciones de Jesús resucitado, los vacíos y contradicciones tremendas que se observan sólo pueden deberse a que esos relatos fueron una pura invención destinada a servir de base al antiguo mito pagano del joven dios solar expiatorio que resucita después de su muerte, una leyenda que, como ya mostramos, se aplicó a Jesús sin rubor alguno.
    Puestos a observar incongruencias, también aparecen ciertas dudas razonables cuando calculamos el tiempo que permaneció muerto Jesús. Si, tal como testifican los evangelistas, Jesús fue depositado en su sepulcro a finales de la tarde de un viernes —o de la noche, pues en Lc 23,54 se dice que «estaba para comenzar el sábado»— y el domingo «ya para amanecer» (Mt 28,1) Jesús había desaparecido del «monumento» debido a su resurrección en algún momento concreto que se desconoce, resulta que el nazareno no estuvo en su tumba más que unas seis horas, como máximo, el viernes, todo el sábado y otras seis horas o menos el domingo; eso hace un total de unas treinta y seis horas, un tiempo récord que es justo la mitad de las horas que debería haber pasado muerto para poder cumplirse adecuadamente la profecía que el propio Jesús había hecho a sus apóstoles al decirles que «El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres y le darán muerte, y muerto, resucitará al cabo de tres días» (Mc 9,31).       
    Por si algún cristiano piadoso quisiere defenderse como gato panza arriba argumentando que viernes, sábado y domingo, aunque no fueran completos, ya son los «tres días» profetizados, será obligatorio recordar la respuesta que dio Jesús en Mt 12,38-40: «Entonces le interpelaron algunos escribas y fariseos, y le dijeron: Maestro, quisiéramos ver una señal tuya. Él, respondiendo, les dijo: La generación mala y adúltera busca una señal, pero no le será dada más señal que la de Jonás el profeta. Porque, como estuvo Jonás en el vientre del cetáceo tres días y tres noches, así estará el Hijo del hombre tres días y tres noches en el corazón de la tierra.» Es evidente, pues, que el tiempo de permanencia en el sepulcro, antes de resucitar, debía ser de tres días completos con sus respectivas noches.
    Jesús, por tanto, no resucitó a los tres días de muerto sino al cabo de un día y medio, con lo que no pudo validarse a sí mismo mediante la «señal de Jonás», puesto que incumplió su reiterada promesa por exceso de rapidez. Aunque, en cualquier caso, dejó constancia de su gloria y poder al vencer en su propio mito a su oponente el dios Mitra, que ése sí tuvo que pasarse tres días enteros dentro de su tumba antes de poder resucitar.
    En el caso de que la resurrección de Jesús hubiese sido un hecho cierto, cosa que este autor no tiene el menor interés en negar por principio, resulta absolutamente evidente que tal prodigio no aparece acreditado en ninguna parte de las Sagradas Escrituras; cosa bien lamentable, por otra parte, ya que no se aborda esta cuestión —ni nada que se le relacione, aunque sea remotamente— en ningún otro documento contemporáneo ajeno a los citados.


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